Pasabas horas hablando por allí, llegué a conocerte demasiado bien. En pocos días sabía tu vida entera, y tú la mía: mis problemas, mis miserias, mis sueños, mis anhelos… Tanto es así que parecía nos conocíamos de siempre, amigos de la infancia que el destino había separado y el azar unido una vez más. Te mentiría si te dijera que mi anterior relación llegó a conocerme igual que tú. ¿Sabes? Alguien escribió una vez: «Todos tenemos tres vidas: la pública, la privada y la secreta que nadie conoce«. Tú llegaste a tocarlas todas.
Y llegado a ese punto, ¿cómo negar lo evidente? Me había enamorado. ¿Había algo que nos lo impidiera? No. ¿Fue posible nuestro amor? No, no lo fue. ¿La razón? De nuevo puedo recurrir a las palabras de alguien: «yo sólo era un niño queriendo volar sin apenas caminar«. No fue por un tercero: estábamos libres, no hacíamos daño a nadie con nuestros juegos. Tampoco fue tu culpa, tus alas no eran el problema, sólo fue mía. Mi vértigo. Acostumbrado a tener los pies en el suelo, volar se me antojaba imposible. ¿Acaso se puede romper con todo en un segundo? ¿Acaso cuando llega el amor y tambalea tu mundo puedes huir? ¿Acaso…?
Malditas preguntas, maldito miedo que me paralizó aquellos días, que evitó todo fuese distinto.
A pesar de todo compartimos grandes momentos juntos, varias veces en la playa, donde pude perderme sin miedo en tus ojos. Unos hermosos ojos, inmensos, marrones, imposibles de olvidar. Y, entender la realidad de tus alas. Tenías alas de verdad, no simple metáfora poética sobre tu vida. En el fondo conocemos a la gente palpándola, el sentido del tacto es, quizás, uno de los más importantes en estos casos: la vista engaña, nunca tenemos una segunda oportunidad de causar una primera impresión; el olfato es errático, puedes cambiar de olor con elegir otro perfume; el oído y el gusto sí tienen su importancia: una voz melódica, dulce, una forma de hablar única que no es fácil cambiar, y el sabor de tus besos, aquellos que le robamos a la vida no puede cambiar. Pero el tacto fue lo que me hizo entender aquel juego de palabras (todo lo que nos unía eran juegos). Tus alas eran unos lunares que adornaban tu espalda.
Bendito lugar, benditos dedos que la recorrieron sin dejar pasar ni un centímetro de ti.
Y en aquella playa tuve miedo, tras hacernos el amor me perdí en la inmensidad de tus ojos. Lloré como un crío, y si la arena absorbe todo el agua del mar que le llega, mis lágrimas no fueron menos.
Aquella tarde, antes de hacerlo, cuando ya habían pasado por nuestros labios cientos de besos, cuando casi alcanzaba a entender la magnitud de tu libertad, tuve miedo. Pegaso no estaba hecho para mí. Nos habíamos conocido tan a fondo que te había interiorizado en mí, y quizás yo también en ti, incluso había olvidado mis fobias, pero es suficiente un segundo para que el miedo vuelva.
Eso sí, me llevo el sabor de tus caricias, el tacto de tu pecho, el perfume del mar, el sonido de un sueño alcanzado y la visión de unas alas, que desde el siguiente día, también acompañan mi espalda, aunque sólo sean una vil réplica realizada por un tatuador de barrio.
Simplemente….
…me encanta! No tengo más palabras.
Sólo que sigas escribiendo para yo poder seguir leyendo y disfrutando.