Futuro que fue pretérito: como nuestro amor.
La universidad fue el primer punto de inflexión, el primer hurto al reloj. La vida y las obligaciones se sobreponían a ese tiempo que antaño ganábamos (perdíamos) amándonos. Tras ella, si aún quedaba algo de aquel amor que nos unió, la realidad se interpuso: trabajar. Ser personas de provecho y comprarnos un buen piso: nada de alquilar: ¡es de pobres! Hipotecando un tiempo venidero donde no había hueco a las mariposas.
Tuvimos suerte –ahora sé que sólo fue desgracia– de vivir en una época así: quien quería trabajaba, en lo que fuese, daba igual el nivel, o la rama de tus estudios: trabajabas. Al principio todo bien, poco tiempo para nuestro amor.
Después, algo llamado recesión. Más por menos; horas por dinero.
Depresión y el poco amor que teníamos menguó. Crisis y el amor se perdió; se lo quedó el banco, como nuestra casa. Ahora, vivimos igual que antes de conocernos: con nuestros padres. Suerte que nunca tuvimos un hijo que diera cuerda a un reloj parado. Suerte porque él no tendría la casa de sus padres para volver.